La justicia ambiental no es una perorata de moda

Teresa Consuelo Cardona G.
Teresa Consuelo Cardona G.
Periodista, poeta
A los habitantes de las comunas nunca se les ha permitido participar de las decisiones ambientales que les circundan y que los agreden. No ha habido allí, en consecuencia, justicia distributiva y tampoco justicia participativa, en la que las y los ciudadanos que resultan efectiva o potencialmente afectados por una determinada decisión o actividad, hayan tomado decisiones tras hacer escuchar sus voces en la evaluación de impactos. Y no ha existido tampoco en esos casos, un espacio “para el conocimiento local, evaluación nativa y definición de medidas de prevención, mitigación y compensación”, tal como lo ordena la Corte Constitucional.

En el Siglo XX, a la par que un grupo reducido de personas explotaba a manos llenas los recursos naturales para su beneficio, otros grupos minoritarios empezaban a levantar la voz, en defensa del planeta, de su biodiversidad, de su relación espiritual y ancestral con el territorio. Posiblemente desde antes, pero ya en los años 80, empezaron a organizarse las comunidades para enfrentar acciones contaminantes y depredadoras en sus territorios, especialmente comunidades afrodescendientes asentadas en Estados Unidos y víctimas de todas las formas de discriminación y vulneración de sus derechos. Los movimientos sociales que respondieron a la conciencia colectiva derivada de la defensa del territorio, se extendieron por el mundo hasta consolidar formas jurídicas, después de profundas y extensas discusiones en torno a lo cultural, lo social, lo económico y lo étnico.

La justicia ambiental se refiere a la distribución equitativa entre todas las personas que componen la sociedad, de perjuicios y beneficios en el uso y aprovechamiento de los bienes naturales de interés común, como son, el agua, el aire, el territorio, entre otros. Es un concepto que en términos jurídicos se traduce en una dimensión distributiva, que vela por la equidad en la solución de los conflictos socioambientales, y una dimensión participativa, que consiste en que las personas involucradas o impactadas por determinaciones medioambientales, puedan tomar decisiones. Sin embargo, aunque la intensión es clara, la puesta en escena es confusa. De hecho, las definiciones de justicia ambiental han evolucionado en la medida en que los conflictos por razones ambientales se han puesto de manifiesto, pero esa evolución teórica no necesariamente ha encontrado respaldo académico, jurídico o gubernamental. Un paso importante se dio en Colombia con la Sentencia SU217 del 2017, de la Corte Constitucional, en la que se refiere a la justicia ambiental como “el tratamiento justo y la participación significativa de todas las personas, independientemente de su etnia, origen nacional, educación o ingreso con respecto al desarrollo y la aplicación de las leyes, reglamentos y políticas ambientales”.

Justicia ambiental en el Valle geográfico del río Cauca

Es claro que mucho antes de que se empezara hablar de justicia ambiental en el mundo, el valle geográfico del río Cauca, una de las zonas más fértiles del planeta, se dedicó al cultivo de la caña de azúcar. Desde finales del Siglo XVI, se empezaron a hacer las primeras plantaciones, pero fue hacia final de ese siglo cuando la caña empezó a alimentar la producción de azúcar y de licor. En el Siglo XVIII las plantaciones empezaron a producir inmensas riquezas, en gran medida porque eran trabajadas por personas esclavizadas. Tras la abolición de la esclavitud, los recién liberados esclavos constituyeron la principal fuerza laboral explotada de la región, dedicándose a lo que sabían hacer desde que sus ancestros llegaron al territorio. Para entonces, inmensas planicies a lado y lado del río Cauca, se habían vestido de caña. Durante la Colonia, la producción de panela, azúcar y mieles fue una tarea artesanal y así permaneció hasta comienzos del Siglo XX, cuando se inauguró una moderna planta en el Ingenio Manuelita. Para 1910, los licores, que eran monopolio del Gobierno, eran fabricados en los ingenios y vendidos a la naciente Gobernación del Valle del Cauca.

La región se desarrolló de cara a la visión eurocentrista, en la que los negros, indígenas y mestizos fueron sometidos a una religión y reducidos en sus expresiones culturales y en sus formas de relacionamiento con el territorio, arrancando de generaciones enteras, cualquier interdependencia espiritual con lo sagrado de la Madre Tierra, en su interpretación étnica.

Para 1930 sólo había tres ingenios en el Valle del Cauca: Manuelita, Providencia y Riopaila. Pero en 1942 ya se contaban los ingenios Sautatá, Cachipay, San Antonio, Mave, Payande, Consacá, Bomboná, Chalguayaco, Ortega, Salinas, Bengala, Perodias, La Industria, María Luisa, Mayagüez, San Carlos, Pichichí, Oriente, Papayal, La Esperanza, El Arado, Central Castilla, Carmelita, El Porvenir, Meléndez, San Fernando y Central del Tolima. La industria siguió creciendo hasta la década del 50, cuando se fundan los ingenios Sicarare, El Naranjo, Santa Cruz, Cauca, Central Tumaco, Balsilla, La Cabaña, La Quinta y Buchitolo. A la par de ese crecimiento, la trashumancia de trabajadores del agro, atraídos por la esperanza del progreso de la región, convertía a las márgenes del río, en concentraciones poblacionales pobres, carentes de derechos fundamentales que, ya entrado el Siglo XX, eran reconocidos para los habitantes de las ciudades, como la salud, la educación, la vivienda, la seguridad social, el ambiente sano, la libertad de expresión. El campesinado de las zonas planas del valle del río Cauca, solo tenía una fuente de ingresos que estaba ligada a la producción de caña. Con el paso de las décadas, el piso del modelo económico, y el peso de un modelo de desarrollo que privilegió las ganancias monetarias sobre la protección de los recursos ambientales y sociales, la caña se convirtió en monocultivo, y éste en riqueza para unos pocos y miseria para miles de campesinos. El despojo cotidiano de tierras, cuya vocación o tradición fue sustituida por la siembra de caña, completó la desdicha.

Todavía hoy, tras dos décadas del Siglo XXI, necesidades básicas como comer, bañarse a cualquier hora, desechar las toxinas del cuerpo, respirar aire limpio y fresco, dormir las horas adecuadas, tener una vivienda, crecer y desarrollarse, vestirse, beber agua o hidratarse y equilibrar la temperatura del cuerpo, siguen estando insatisfechas entre los extrabajadores del sector agro de la caña y sus familias. Ni qué hablar de las necesidades secundarias de entre las cuales, los trabajadores del agro, carecen de acceso a las vacunas, a seguridad económica y laboral, a la recreación, a la comunicación y la información veraz, a tener cobertura médica, a protegerse del frío o calor, a tener garantizada la seguridad moral, a tener un plan de empleo e incluso, carecen de acceso a un teléfono móvil para una emergencia.

Si bien, Asocaña reportó que en 2020 se produjeron 24,3 millones de toneladas de caña; 2,3 millones de ton de azúcar; 438 millones de litros de bioetanol a partir de caña y se exportaron 716 mil toneladas por valor de 327 millones de dólares y que, en el Valle del Cauca la agroindustria cañera representa el 31,4% del PIB Agrícola y en el Cauca el 19,7% y que se generan 280 mil empleos directos e indirectos, poco explica sobre la pobreza que afecta a más de un millón de personas asentadas en las márgenes del río Cauca en los departamentos de Valle y Cauca, principalmente. Tampoco habla del desgaste de la tierra por el monocultivo, del privilegio en el uso de aguas, ni de la responsabilidad en la contaminación por el uso de fertilizantes, pesticidas y por la quema de miles de hectáreas de caña.

Justicia ambiental y el caso de La Pampa en Palmira

La Pampa es un corregimiento de la comuna 12, ubicada en una de las zonas rurales planas de Palmira. Está habitado por unas mil doscientas personas, que construyeron sus pequeños inmuebles a lado y lado de la única vía que atraviesa el corregimiento y que es paralela al caño a cielo abierto, por el que corren las aguas negras, cargadas de heces y de sustratos sólidos que se colmatan dramáticamente. El pueblito podría ser pintoresco, si no fuera porque los olores nauseabundos se perciben desde varios kilómetros de distancia. La Pampa no tiene acueducto ni alcantarillado, y está rodeada de zonas sembradas de caña, que se nutren del agua que debería servir para uso humano. El corregimiento nació al amparo del crecimiento y fortalecimiento de la agroindustria de la caña. Sus habitantes son descendientes de trabajadores que prestaron su fuerza laboral a los ingenios. Actualmente, en La Pampa, el desempleo circunda el 85% y las carencias abarcan educación, salud, vivienda, alimentación, transporte, ingresos económicos, fuentes de empleo y muchas más, como la seguridad y la soberanía alimentaria. En la medida en que la Agroindustria de la caña ha migrado hacia nuevas formas productivas, ha abandonado a su paso al campesinado, sustituyéndolo por la mecanización. El corregimiento está completamente rodeado de caña y, por lo tanto, sufre las consecuencias ambientales del monocultivo como las quemas de caña, el desvío de fuentes hídricas, el desconocimiento sobre los saberes ancestrales y el despojo cotidiano.

La Pampa es el típico caso de ausencia total de justicia ambiental, en donde las riquezas, producto de la explotación de la tierra, el agua y el río en su conjunto, se concentran fuera del territorio, mientras que la pobreza y la miseria se multiplican escandalosamente en cada rincón del corregimiento. Pero no es el único caso. Las comunas 8 y 9 del municipio, que están cerca del río Cauca o al aeropuerto internacional Bonilla Aragón, están cercadas de caña y a la vez, concentran los más graves índices de pobreza y miseria de Palmira, junto con la comuna 16, en donde otro monocultivo, el de pino y eucalipto, ha sumergido en la pobreza a sus habitantes y les ha vulnerado sus derechos ambientales, culturales y de soberanía alimentaria.

A los habitantes de estas comunas nunca se les ha permitido participar de las decisiones ambientales que les circundan y que los agreden. No ha habido allí, en consecuencia, justicia distributiva y tampoco justicia participativa, en la que las y los ciudadanos que resultan efectiva o potencialmente afectados por una determinada decisión o actividad, hayan tomado decisiones tras hacer escuchar sus voces en la evaluación de impactos. Y no ha existido tampoco en esos casos, un espacio “para el conocimiento local, evaluación nativa y definición de medidas de prevención, mitigación y compensación”, tal como lo ordena la Corte Constitucional.

La justicia ambiental no es una perorata de moda. Es un imperativo del planeta, que en Colombia apenas empieza a nombrarse, pero, que sigue siendo ignorado por medios de comunicación, la academia, y muy particularmente por las autoridades gubernamentales y por los jueces.

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