El desastre global y la política económica de Duque. ¿De que dependen los costos humanos de la crisis?

Por: Arturo Cancino Cadena

Ya llegan a casi 6 millones los contagios de la pandemia y a más de 350 mil sus víctimas fatales de acuerdo con la OMS. Día por día la velocidad de propagación y número de fallecidos se multiplica. Poca gente cuerda y medianamente informada podría atreverse a negar los efectos devastadores que esta peste ha traído a la mayor parte de la población en todos los rincones de la tierra. Es claro que hasta que se disponga de una vacuna efectiva y al alcance de los más de 7.000 millones de seres humanos (o, mínimo, un tratamiento eficaz que neutralice las consecuencias graves de la enfermedad), el regreso al modo de vida anterior al covid 19 es por completo improbable. Pero las expectativas de contar pronto con alguna de estas herramientas sanitarias son muy vagas, a pesar de los esfuerzos de los científicos en Europa, China, Estados Unidos y muchos otros países, respaldados por cuantiosos fondos destinados a su trabajo. Y queda el problema de su producción masiva y de asegurar su distribución universal, sin lo cual el virus no podrá erradicarse.

Por otro lado, un análisis comparativo por países de las cifras de propagación y letalidad muestra que sus respectivos gobiernos han tenido un grado de éxito o fracaso muy desigual en proteger a su nación del contagio y del exceso de mortalidad, y en mitigar los efectos de la pandemia. Entre los factores determinantes del fracaso, se destaca la mayor disposición que han mostrado algunos mandatarios para ignorar la urgencia y aplazar irresponsablemente una respuesta apropiada en defensa de la sobrevivencia y el nivel de vida de su pueblo. Prevalece, en muchos de estos casos, la preocupación de no perturbar los mercados e intereses económicos de poderosos grupos privados que ocupan un lugar prioritario en la agenda del gobierno. E influyen también, no pocas veces, inescrupulosos intereses particulares del gobernante y su partido. Eso explica que no se tomen en cuenta con seriedad las orientaciones de los científicos y expertos en salud pública; o que se llegue, inclusive, a negar o desestimar la gravedad del problema con el fin de desconocer sus recomendaciones o aplicarlas a medias y tardíamente.

El otro factor decisivo para el buen o mal desempeño de un país en esta crisis es el estado real y la capacidad de respuesta de su sistema de salud, el respaldo económico que éste haya recibido del Estado y la seguridad de acceso a los servicios sanitarios por parte de la gente. Además, deben incluirse las condiciones sociales para resistir las consecuencias económicas de la pandemia, que dependen mucho de la calidad de vida del pueblo antes de la crisis: sus ingresos por encima del mínimo vital, la proporción de empleo formal, estabilidad laboral y garantías de seguridad social, la posesión de ahorros y activos familiares, de condiciones de salud y escolaridad, bajos niveles de pobreza y de exclusión social.

Ninguna de estas condiciones materiales se refleja en la imagen de prosperidad de un país o su tamaño económico estimado en términos de su PIB o PIB per cápita. Medida con base en su PIB, Estados Unidos es actualmente la nación más rica del mundo. Sin embargo, tiene 37 millones de pobres y la mayor desigualdad social entre los países del primer mundo, cuando en los años 70 del siglo XX había llegado a ser el de mayor igualdad social entre ellos, con una clase media acomodada y en ascenso. Así de profundo ha sido el efecto del desmantelamiento del capitalismo redistributivo del New Deal de la posguerra y su reemplazo por el actual. Este último se ha regido por el predominio absoluto del lucro privado sobre el interés público y el aplastante poder de una oligarquía financiera insaciable, que Trump representa hoy abiertamente. Ya antes de esta crisis, carecían de acceso efectivo a los servicios sanitarios en ese país –donde la atención en salud es un privilegio- no menos de 60 millones de habitantes, incluyendo la mayor parte de la población trabajadora inmigrante, duramente perseguida y golpeada por la Casa Blanca en los últimos años.

Cuando en un país converge el tipo de gobierno totalmente ajeno al bienestar general del pueblo con una situación social y sanitaria frágil, el resultado en esta pandemia es el impresionante desastre humanitario en escala de muertos y enfermos que viven hoy naciones como Estados Unidos y Brasil en el continente americano (nuevo epicentro de la pandemia). O, similar y proporcionalmente, el Reino Unido, en el continente europeo (el epicentro previo). Gobernados por demagogos de derecha como Trump, Bolsonaro o Jhonson, esos liderazgos han desestimado la evidencia científica, han perdido el tiempo esperando que la pandemia se vaya por sí sola y no interfiera con sus planes (reelección, dictadura neoliberal o Brexit) y han actuado tardíamente para evitar el colapso de sus sistemas de salud y el holocausto de su nación.
En contraste, los resultados en términos de menor propagación y pérdida de vidas han sido mucho mejores en otros países de varias regiones del mundo, diversos en su nivel de desarrollo económico pero cuyas sociedades presentan un menor grado de inequidad, con garantías sociales y sistemas públicos de atención en salud más sólidos y universales. Además, donde lo anterior se combina con gobiernos en los cuales no ocupa un lugar tan irrelevante la responsabilidad estatal por el bienestar social.

En la actualidad, tal es el caso de Alemania, Nueva Zelanda, Corea del Sur y China, entre los países industrializados y con economías fuertes, por ejemplo; y de Costa Rica, Cuba, Uruguay y Vietnam, entre los países en desarrollo y de economías mucho más pequeñas. Otros países, tanto del primer mundo como del mundo en desarrollo, presentan éxitos o fracasos intermedios que parecen asociarse con la presencia menos marcada de alguno de los dos factores nefastos encontrados en ejemplos como los de Estados Unidos y Brasil. Combinación lamentable que podríamos llamar la fórmula del fracaso.

Sin embargo, es justo decir que el panorama de países como estos últimos es el que presenta, sin muchas excepciones, el mundo en general bajo el orden económico implantado por el neoliberalismo. Estados Unidos, en particular, es una versión amplificada de la brutal desigualdad y exclusión social resultante de la aplicación del dogma neoliberal y la dictadura del mercado. Este modelo económico global ha llevado a la mayor concentración de la riqueza de todos los tiempos: 26 supermultimillonarios poseen hoy tanta riqueza como los 3.800 millones de seres humanos de menor ingreso, de acuerdo con estudios de Oxfam.
Tal acumulación insólita se ha producido simultáneamente con el deterioro en muchos países de los salarios reales de los trabajadores, el empeoramiento de la seguridad social y las condiciones de trabajo de la mayoría de la fuerza laboral, el auge de la informalidad, el empleo precario y el desempleo. Así, los supuestos logros alcanzados por la globalización neoliberal en la disminución de los niveles de pobreza se han limitado a la creación de una nueva franja social diferente de la clase media. Se trata de los vulnerables: un amplio sector que, con ínfimos subsidios pero sin estabilidad ni ahorros o seguros suficientes, sobrevive frágilmente en las proximidades del umbral inferior de la clase media, siempre expuestos a caer por debajo de la línea de pobreza y ser víctimas de las peores privaciones al más leve empujón del viento de la recesión económica y aumento del desempleo.

Al mismo tiempo, en las cuatro últimas décadas las políticas neoliberales han recortado drásticamente el gasto social y debilitado los sistemas de salud pública en muchos países, mientras se han esmerado por convertir la atención en salud en un próspero negocio privado de inversionistas, aseguradoras y empresas farmacéuticas. Como se sabe, todos estos se caracterizan por su aversión al riesgo financiero de atender a la población más pobre, su escaso interés en invertir en vacunas y prevención de enfermedades, su orientación hacia los grupos privilegiados y su capacidad reducida para afrontar crisis epidemiológicas como la actual.

Con razón, pensadores notables como Noam Chomsky destacan que en esta pandemia del Covid 19, “estamos ante otro fallo masivo y colosal de la versión neoliberal del capitalismo”.

La economía colombiana y su panorama social

En nuestro país, la élite rentista que domina la vida económica nacional se adhirió muy temprano a la doctrina neoliberal y suscribió sin objeciones el decálogo del Consenso de Washington. La dirigencia política tradicional que representa a esta minoría constituida por los grandes propietarios de tierras, intermediarios de las multinacionales y dueños del capital financiero, acuñó distintos nombres para esta política contraria a los intereses de la inmensa mayoría de la nación. Se la llamó “apertura económica” en el gobierno de Gaviria y, más recientemente, “confianza inversionista” en los gobiernos de Uribe, sin cambio alguno en los de Santos.

La esencia de la misma ha sido colmar de privilegios fiscales y normativos a los grandes capitales, al tiempo que se les transfiere, en todo o en parte, la propiedad de las empresas del Estado y se convierte la prestación de los servicios públicos esenciales - como la salud y la seguridad social- en lucrativo negocio privado (privatización). Recíprocamente, mediante sucesivas reformas tributarias, saturan de impuestos a las clases medias y al pueblo para recargarles el sostenimiento de un Estado orientado cada vez más a subsidiar a los grandes negocios con los recursos públicos y a favorecer el enriquecimiento, lícito e ilícito, de unos pocos (fiscalidad regresiva y corrupción).

Así mismo, mediante reformas laborales que en teoría se proponen disminuir el desempleo, se ha buscado despojar a los trabajadores de sus beneficios legales en la contratación laboral, socavar sus derechos a la organización y negociación colectiva y depreciar los salarios en aras de maximizar las ganancias de las empresas (flexibilización laboral). Y también se ha propuesto liquidar su derecho a la pensión con el pretexto de asegurar su sostenibilidad (reforma pensional).

Además, al haber proscrito todo fomento efectivo de la industrialización y el desarrollo rural por parte del Estado (desregulación y liberalización), han logrado destruir o desnacionalizar varias ramas de la actividad industrial en beneficio de las importaciones y el capital extranjero, debilitando así la mayor fuente interna de creación de empleo de calidad. Empresas insignia como Bavaria, Paz del Río y Avianca pasaron a manos extranjeras y otras desaparecieron. Hay que agregar que también se ha arruinado a muchos agricultores e incrementado la dependencia alimentaria del país con el favorecimiento de las importaciones agrícolas subsidiadas y los funestos Tratados de Libre Comercio suscritos por los gobiernos de Uribe y Santos con Estados Unidos y otros países industrializados.

El resultado neto ha sido la interrupción y retroceso del proceso de industrialización (de 24% de participación de la industria en el PIB a mediados de los años 80, a menos de 12% hoy), el crecimiento desbordado de las importaciones y su pago parcial con las exportaciones de hidrocarburos, minería y otros bienes primarios; el faltante se financia con el incremento de la deuda externa pública y privada, cada vez más alta y onerosa. Es decir, lo logrado por medio de esta estrategia es una regresión a la economía del siglo XIX, que se ha llamado apropiadamente reprimarización o modelo de dependencia primario exportadora. Los efectos de este tipo de economía son mínimos en la creación de empleo y desarrollo sustentable, pero descomunales en la destrucción del medio ambiente, los suelos, las fuentes de agua y la biodiversidad. Todo lo anterior, en medio de un trágico clima de violencia rural que, luego de una notable disminución con la firma del Acuerdo de Paz con las Farc por el gobierno de Santos, se ha recrudecido durante este gobierno.

La correlativa pérdida de importancia del sector productivo ajeno a las exportaciones minero energéticas y primarias, se ha traducido en el hipercrecimiento de un sector de servicios muy heterogéneo que incluye desde las ventas callejeras, los restaurantes y otros servicios personales de baja complejidad, hasta los servicios financieros, las comunicaciones y servicio públicos más intensivos en tecnología. Pero estos últimos representan apenas el 10% del empleo del sector terciario, lo que hace que en éste predominen ampliamente los bajos salarios, el empleo temporal y el trabajo informal. Por tanto, su contribución a mejorar el nivel de vida de la población es muy modesto y además estos empleos están excesivamente expuestos a las oscilaciones del ciclo económico y los crónicos desequilibrios del sector externo.

Esta estructura económica es la base sobre la cual en Colombia se levanta hoy una pirámide social con uno de los niveles mundiales más altos de desigualdad en la distribución del ingreso, inequidad en el acceso a los servicios básicos y altas cifras de desempleo, subempleo y trabajo informal. El Índice de Desarrollo Humano del país es excesivamente bajo comparado con otros países en desarrollo menos ricos. La pobreza por ingresos se estima que se logró reducir a 27% mediante los precarios subsidios de la política social asistencialista (Familias en Acción, Jóvenes en Acción, Colombia Mayor), pero la movilidad social ascendente de los colombianos, o sea, la posibilidad intergeneracional de mejorar su nivel de vida, es casi inexistente. Mientras tanto, la población vulnerable por encima de la línea de pobreza representa una ancha franja de colombianos al borde todo el tiempo de caer debajo de la misma.

Los impactos sociales de la pandemia y las respuestas del gobierno de Duque

Las medidas de aislamiento social que, como los demás gobiernos, se vio obligado a tomar el de Colombia para frenar la velocidad del contagio del coronavirus, forzaron la parálisis de cerca de un 70% de la actividad económica. Salvo los trabajadores de los servicios públicos esenciales, los servicios de salud y financieros y los de abastecimiento de alimentos y medicamentos, todos los demás se vieron obligados a confinarse en sus casas. Como resultado, los empleados formales y sus familias quedaron dependiendo del pago de sus salarios por sus empleadores que tuvieron que afrontar el cierre temporal de sus negocios; y los trabajadores por cuenta propia, así como los desempleados, sub empleados, empleados informales y sus dependientes, quedaron al azar de sus recursos personales y de eventuales redes de solidaridad familiar o comunitaria.
Debido a la estructura económica y social creada por las políticas neoliberales, este último grupo alcanza alrededor de 13 o 14 millones de colombianos activos laboralmente, cuyas condiciones económicas son generalmente muy frágiles. Por ende, el cumplimiento de las disposiciones de la cuarentena suponía, además de la disciplina ciudadana, el suministro por el Gobierno de ayuda económica a esta población desprotegida y privada de la posibilidad de trabajar. Además, 4.5 millones de familias no tienen vivienda propia y esa carencia no se puede subsanar de inmediato aun si se quisiera.

Sin embargo, toda esta multitud vulnerable no ha entrado sino parcialmente en la lista de los restringidos esquemas de subsidios para reducir la pobreza. Entonces, la ayuda de emergencia para las necesidades básicas se ajustó a los estrechos marcos de esos programas, sólo ligeramente ampliados en valor y número de destinatarios. Y en lugar de ofrecer un seguro pagado por el Estado para respaldar el pago de los alquileres, el Gobierno optó, mediante la prohibición por decreto del cobro coactivo, por trasladarle a otros 3.2 millones de arrendadores -que en su mayoría viven de esos ingresos- la carga de subsidiar a los arrendatarios.

Por otra parte, las empresas y en especial las Mipymes que generan 80% del empleo, quedaron a la expectativa de un apoyo estatal efectivo para continuar pagando la nómina de sus trabajadores en receso y cumplir con la prohibición del ministerio de Trabajo de despedir personal durante la cuarentena. No obstante, las primeras concesiones para ellos no fueron más allá de un aplazamiento de sus obligaciones tributarias y parafiscales y la promesa de devolución por la Dian de cualquier saldo a su favor en impuestos anteriores.

El decreto 417 de 2020, mediante el cual el gobierno de Duque invocó la emergencia económica y social, argumentó la existencia de condiciones extraordinarias e imprevisibles originadas por la emergencia sanitaria y la necesidad de contener sus graves efectos sociales. Sin embargo, en el decreto 444 de 2020 que creó el Fondo de Mitigación de Emergencias, FOME, instrumento de canalización de los recursos económicos para la emergencia en manos del ministro de Hacienda, curiosamente no se incluye la atención en salud ni la protección de la población vulnerable como objeto posible del uso de dichos recursos. En cambio sí contempla explícitamente “operaciones de apoyo de liquidez transitoria al Sistema Financiero”, conformado fundamentalmente por los bancos privados. Esta incongruencia la señaló la Alcaldía de Bogotá en el concepto de la Secretaría de Hacienda Distrital a la Corte Constitucional durante el proceso de la revisión del decreto.

Que no se trataba de un simple olvido o error de redacción del ministro Carrasquilla, lo comprueba el hecho de que ante el Congreso éste declaró disponer de casi $29 billones para la emergencia, pero los recursos para la atención de la población vulnerable sumaban escasos $4 billones (0.4% del PIB) para atender a las 7 millones 500 mil familias contempladas. Y los gastos en el sistema de salud, que estimó en $7 billones, no le llegan sino con cuentagotas a las clínicas y hospitales que prestan los servicios. Mientras tanto, el ministerio de Salud permite que 85% de los profesionales de la salud sigan sin recibir los elementos de bioseguridad indispensables y deban prestar sus vitales servicios de alto riesgo bajo precarios sistemas de contratación, soportando muchas veces atrasos en el pago de sueldos y despidos en respuesta a sus reclamos.

Pero si las escasas ayudas para la población vulnerable le llegan si acaso a la mitad de la gente que las necesita y si continúan las malas condiciones de trabajo y seguridad del personal de la salud, tampoco se ve mejor el panorama en cuanto al apoyo a las empresas medianas y pequeñas. En este campo, la acción del Estado se quiso limitar a ofrecer el aval a créditos bancarios a tasas comerciales, con la condición de mantener el empleo. Dudoso apoyo para empresarios ya muy endeudados y con inciertas posibilidades de recuperación. Varias semanas antes, inclusive economistas ortodoxos como Lora y Botero habían propuesto subsidiar con el salario mínimo durante 6 meses la nómina de las empresas para conservar 3,6 millones de puestos de trabajo. No obstante, el gobierno nacional, tras mucha pensarlo, terminó anunciando un subsidio por 40% del salario mínimo durante 3 meses, además de tardío, insuficiente y de azaroso desembolso a través de los bancos privados.

Se calcula que el gobierno de Duque ha comprometido por ahora recursos equivalentes a 3% del PIB para atender la emergencia, mientras la mayoría de los países han anunciado que se proponen gastar el 10% o más, incluyendo economías latinoamericanas más pequeñas como Perú, que gastará 12% del PIB en mitigar los efecto económicos y sociales de la pandemia, o 10% en el caso de Chile. Muchos de sus colegas exministros le vienen diciendo a Carrasquilla y al Gobierno que “no es hora para ortodoxias” de austeridad fiscal: todo punto del PIB gastado hoy en afrontar la crisis contribuye a evitar que la economía se desplome este año más allá del 6-7% que prevé Fedesarrollo. Se sabe que las empresas y empleos que se pierdan ahora no se van a recuperar en mucho tiempo. Incluso el FMI, su padrino intelectual, ha recomendado a los gobiernos (¡quién lo creyera!) gastar ampliamente en apoyar a los sistemas sanitarios, las familias y las empresas para atenuar el impacto económico de la pandemia.

Entonces, ¿cómo se explica la renuencia del Gobierno en inyectarle recursos suficientes a estos sectores y que insista más bien desviarlos para aumentar la liquidez del sistema financiero? La respuesta puede llevarnos más allá de la tara mental que agobia a gobernantes neoliberales como Duque y su ministro, con su respeto reverente por las desfasadas calificadoras de riesgos y los mercados de capital o su favoritismo con los bancos privados. Una posible razón de tanta cicatería con la que se arriesga la destrucción de muchos puestos de trabajo (que acarreará el desplome en las condiciones de vida de la gente), es la confianza en que la repentina reactivación de la actividad económica que viene forzando temerariamente le ahorrará al Estado gran parte del esfuerzo fiscal destinado a reparar los daños de la crisis, sin importar si eso implica que se aceleren los contagios y la mortalidad o que muchas empresas cierren para siempre por falta de apoyo.

El llamado “levantamiento gradual” de la cuarentena, sin tener preparado aún el sistema de salud para afrontar una ola de contagios, no es más que otro eufemismo de Duque para disfrazar la realidad, como el “diálogo nacional” frente a los reclamos del movimiento social o la “cero tolerancia” con las mafias que violan los derechos civiles, compran las elecciones y persiguen a periodistas y opositores. El Gobierno sabe que con esta estratagema para minimizar el gasto público social pone en riesgo muchas vidas, así como la estabilidad del empleo y el bienestar material del pueblo; y también, que el aumento descontrolado de las víctimas podría obligar a un nuevo confinamiento. Pero calcula, con una lógica mezquina, que al ordenar la rápida apertura de la economía los ahorros que puede lograr en el gasto público compensatorio disminuyen la necesidad de un mayor endeudamiento. Y, lo más importante: el riesgo de verse obligado a respaldarlo con la reversión de los privilegios fiscales regresivos que ha concedido a los grandes capitales… o quizás (¡vade retro!) un indeseable impuesto al patrimonio que incomode a los superricos, sus protegidos.

Los posibles propósitos de la segunda declaratoria de emergencia económica

El pasado 6 de mayo, bajo la figura de prolongar la cuarentena hasta el 25 de este mes, el gobierno de Duque abrió la actividad económica a casi todas las ramas de la economía (decreto 636 de 2020), excluyendo por ahora a una parte del comercio, al sector hotelero, el transporte aéreo e intermunicipal y al entretenimiento. Apertura al estilo de Trump, de quien Duque vive presumiendo un supuesto apoyo que muy pocos aprecian en estos tiempos.

Entre las 46 excepciones que reciben el permiso de abandonar la cuarentena incluye a las notarías y las comisarías de familia, pero -igual que en los anteriores decretos que ordenan el aislamiento social- guarda silencio sobre los miembros del Congreso, los jueces y las altas Cortes. Algunos analistas no han dejado de notar que esta omisión, aun en el caso de que la autorización a éstos para reunirse no fuera estrictamente necesaria, deja la impresión de que el presidente Duque prefiere gobernar sin los contrapesos constitucionales ni el control político por el Congreso a los múltiples decretos-ley que ha venido emitiendo en uso de la emergencia económica.

Ciertos políticos del partido de gobierno confirman esta impresión con su hostigamiento a los congresistas que procuran trabajar presencialmente en el Capitolio y con propuestas sobre el cierre del Congreso o su recorte, alegando supuestas preocupaciones de austeridad económica. No objetan, sin embargo, los gastos suntuarios en carros blindados y en la autopromoción de la imagen presidencial por más de $9.000 millones, firmados por Duque en plena emergencia sanitaria. Un ejemplo nítido de las verdaderas preocupaciones del presidente y de su insensibilidad ante las graves privaciones del pueblo (que la vicepresidenta llamó “atenidos”).

El mismo 6 de mayo expidió el decreto 637 de 2020 con el que declara por segunda vez la emergencia económica, social y ecológica. Su justificación es el supuesto carácter imprevisible de la prolongación del aislamiento social y el empeoramiento incalculable de los perjuicios económicos y sociales de la crisis, de lo cual se deriva la necesidad de adoptar nuevas medidas extraordinarias para conjurarla y mitigar sus efectos. Haciendo caso omiso de la obvia falsedad del argumento sobre la imposibilidad de anticipar la extensión de la crisis y sus consecuencias (teníamos ya los ejemplos de los países de Europa), vale la pena destacar cuatro puntos en el apartado de la justificación de la declaratoria referente a las “Medidas generales que se deben adoptar para conjurar la crisis y evitar la extensión de sus efectos”.
El primero es la atribución de “modificar el uso y destino de las contribuciones y transferencias derivadas de los contratos” del sector financiero, asegurador y bursátil, lo que sugiere la intención subvencionar a estos sectores de la élite de los conglomerados económicos.

El segundo, “contemplar mecanismos para enajenar la propiedad accionaria estatal”, es decir, vender las empresas del Estado. Con ello se pretendería utilizar la crisis sanitaria para seguir avanzando en uno de los puntos clave de la agenda neoliberal: la privatización de empresas públicas y el debilitamiento del Estado.
El tercero es “adoptar medidas y reglas especiales en relación con el Sistema General de Regalías” que forma parte vital de los ingresos de las entidades territoriales. Eso hace temer por un nuevo zarpazo a los recursos de los municipios y departamentos, adicional al que ya le dio el Gobierno al Fonpet y el FAE en el decreto 444 de 2020, con el cual se apropió inconsultamente de $14.5 billones para financiar, a su criterio, las medidas de emergencia.

Y el cuarto, “la adopción de medidas en aras de proteger el empleo, entre otras, el establecimiento de nuevos turnos de trabajo”. Nótese que la expresión “entre otras” no es taxativa, lo que deja abierta la puerta para meter de contrabando cualquier cambio regresivo en el régimen laboral como los propuestos por Vargas Lleras; o los sacrificios “temporales” de los trabajadores para ayudar a las empresas y el salario por horas promovidos por gremios como Fenalco, Anif y la Andi (ya se sabe, por ejemplo, del aplazamiento del pago de la prima de junio).
Entre todas las atribuciones decretadas, la amenaza de reforma laboral es la más grave, no sólo porque contribuiría a cercenar los modestos ingresos de los trabajadores y contribuir a su pauperización, sino porque haría mucho más remota una recuperación económica cuya clave está en el repunte de la demanda, no en el impulso a la oferta, como sostienen los neoliberales. Por eso, cuando entrevistaron en estos días a un conocido empresario sobre la reapertura de su fábrica, respondió que su verdadera preocupación no era volver a producir sino si tendría compradores.
Como manifiesta Alicia Bárcena, secretaria ejecutiva de la Cepal, “No podemos transitar por los mismos caminos que nos han traído a estas grandes brechas. Estamos ante un cambio de época, de paradigma”. Pero hacer que esto sea una realidad pasa por frenar los intentos de los gobiernos neoliberales de aprovechar las condiciones de excepción para proseguir y afianzar su proyecto regresivo.

Mayo 25 de 2020

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